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NEOCLASICISMO

El Neoclasicismo, surgido en el siglo XVIII como reacción frente al Barroco y al Rococó, se inspiró en la Antigüedad grecorromana con el propósito de recuperar la sobriedad, la claridad y el orden que se consideraban perdidos. Este movimiento no solo fue un estilo arquitectónico, sino también una manifestación cultural vinculada a los ideales de la Ilustración, que buscaba establecer un orden moral, estético y racional en la sociedad. Su origen estuvo influido, además, por el redescubrimiento arqueológico de Pompeya y Herculano, lo que despertó un renovado interés por las formas y los valores de la Antigüedad.

Formalmente, la arquitectura neoclásica se caracterizó por la simplicidad de volúmenes, la simetría y el uso de líneas puras. Las plantas regulares y proporcionales fueron esenciales, así como la utilización de órdenes clásicos —en especial el dórico y el jónico—. Las fachadas solían presentar pórticos con columnas y frontones inspirados en templos antiguos, mientras que en interiores se empleaban cúpulas y bóvedas que transmitían monumentalidad. Este lenguaje arquitectónico, más que imitar el pasado, lo reinterpretaba con un sentido contemporáneo: como afirma Summerson, “la arquitectura neoclásica no fue tanto una copia del pasado, sino un lenguaje nuevo basado en principios antiguos” (Summerson, 1963).

 

Aunque compartía un ideal clásico, el Neoclasicismo no fue uniforme en todos los países ni en todas sus etapas. En sus inicios (1750-1790) se mostró más arqueológico y purista, como se aprecia en el Panteón de París de Soufflot, mientras que en Italia se mantuvo cierta elegancia renacentista en los palacios urbanos. Con el cambio de siglo, el estilo adquirió un carácter monumental, conocido como “Neoclasicismo imperial” (1800-1830), evidente en el Arco del Triunfo de París o en las obras de Schinkel en Berlín. En Inglaterra se desarrolló una versión más académica y austera, mientras que en Rusia se integraron elementos decorativos locales en palacios y edificios públicos. Esta diversidad demuestra cómo el estilo se adaptó a distintos contextos nacionales y funciones. Como expresa Summerson (1966, p. 1): “Los edificios clásicos, aunque separados en el tiempo como un templo romano, un palacio del Renacimiento italiano o una casa de estilo Regency, muestran todos una conciencia de estas reglas, aunque las varíen, las rompan o las contradigan poéticamente”.

 

Las tipologías arquitectónicas fueron otro rasgo distintivo. El Neoclasicismo se asoció fuertemente con ciertos edificios públicos y de carácter cívico: museos, academias, bibliotecas, teatros, parlamentos, cementerios y monumentos conmemorativos. No era casualidad, ya que estas construcciones estaban íntimamente ligadas a los ideales ilustrados de educación, virtud y progreso. Así, se buscaba que la arquitectura contribuyera a formar ciudadanos responsables y comprometidos con la sociedad. Tal como defendían autores ilustrados como Rousseau, Voltaire y Diderot, “el arte debía servir para educar al pueblo y formar ciudadanos responsables” (Rousseau, 1762). En este sentido, bibliotecas y academias actuaron como verdaderos “templos del saber”, reflejando en su estructura los valores de racionalidad y moralidad.

La pintura neoclásica también influyó en la arquitectura, especialmente a través de las composiciones equilibradas y los temas heroicos que exaltaban la virtud cívica. Jacques-Louis David, con obras como El Juramento de los Horacios (1784), inspiró a los arquitectos a diseñar construcciones que evocaran templos romanos y transmitieran poder, honor y compromiso cívico. Ejemplos como el Panteón de París o el Museo del Prado son la materialización de estos ideales ilustrados, donde convergieron literatura, pintura y arquitectura para expresar una misma visión de racionalidad y moral pública.

 

En cuanto a la ornamentación, el Neoclasicismo se distinguió por la mesura y la claridad. Predominaron los muros lisos, los tonos claros y las proporciones matemáticas. Las fachadas se resolvían con puertas y ventanas enmarcadas por molduras simples, mientras que en los interiores se empleaban guirnaldas, laureles, palmetas y grecas que evocaban virtud y razón. Se evitaba el lujo excesivo, en contraposición con el recargamiento barroco. Como afirmó el arquitecto español Juan de Villanueva, “la belleza no consiste en la abundancia de adornos, sino en la justa proporción y en la verdad de los elementos”, reflejando la idea de que la decoración debía estar al servicio de la estructura y no del mero ornamento. Este ideal se observa en obras como el Museo del Prado, la Puerta de Brandeburgo o el propio Panteón de París, que muestran un equilibrio entre monumentalidad y simplicidad.

El sentido social de la arquitectura neoclásica también fue determinante. Al levantarse edificios como teatros, academias, museos o parlamentos, se pretendía reforzar valores de ciudadanía, progreso y herencia clásica. No se trataba únicamente de construir espacios funcionales, sino de dotarlos de un carácter simbólico que expresara los ideales ilustrados. De este modo, el Neoclasicismo se convirtió en una herramienta cultural y política al servicio de una sociedad que aspiraba a ser más racional, virtuosa y ordenada.

En conclusión, el Neoclasicismo fue un estilo arquitectónico y cultural que, aunque surgió como reacción al Barroco y al Rococó, se proyectó más allá de una mera oposición estética. Su fuerza radicó en reinterpretar la Antigüedad grecorromana bajo la luz de la Ilustración, dotando a la arquitectura de un papel social, moral y cívico. Sus principios de simetría, proporción y sobriedad convivieron con una diversidad de manifestaciones nacionales y tipológicas, pero siempre bajo un mismo horizonte: el de la razón y la virtud como fundamentos de la vida colectiva.

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